Tristan und Isolde (R. Wagner)
Teatro Campoamor (Oviedo)
15 de Septiembre de 2007
Me sentía incapaz de mover un solo músculo. Mi barbilla se había aferrado fuertemente a la barandilla tapizada que me separaba, lejos, del escenario. Me dolía la mandíbula de apretar los dientes durante tanto tiempo, pero no me importaba lo más mínimo. No podía moverme y tampoco quería hacerlo. Temía que cualquier cambio de postura rompiera la magia que se había creado. A cualquier impertinencia habría respondido con una bofetada, sin sentirme culpable ni un instante. Nadie tenía derecho a sacarme de ahí. La atmósfera era única. Todos los elementos que hacen de la ópera un espectáculo total se habían juntado para conseguirlo.
La escena, oscura, cobijaba a un Tristán colérico que moría enloquecido con la idea de volver a ver por un instante a la única mujer que le mantenía con vida. Una hora de agonía, de dolor, de locura y de nostalgia. Una hora de atletismo vocal indescriptible que me sumía en la experiencia musical más intensa de mi corta vida, por imperfecta que fuera. El liebstood final de Isolda pasó de ser una página bellísima a un colofón de música explosiva imposible de narrar. No había asistido a la mejor función de Tristán e Isolda, pero poco me importaba. En esos momentos no había lugar para la frialdad. Ni para la crítica. Era mi primer Tristán y mi comunión definitiva con Wagner. Quería compartirlo. Me habría gustado parar el mundo por un instante y que todos supieran que acababa de vivir algo único. Y sin embargo no encontraba las palabras. Cualquier expresión quedaba muy por debajo de lo que sentía. Qué cortas se quedan las palabras a veces, y qué grande es la música.